domingo, 8 de junio de 2014

Terrible Invierno


VI


Tras devorar a Claus, Peter tenía los ánimos a la altura del subsuelo. Las fuerzas que tenía que haber adquirido, paradójicamente, le habían abandonado.
Se sentía triste, y con pocas ganas de vivir ya. Nunca habría imaginado, ni en sus peores pesadillas, la escena vivida.
     
Tras apagar el cigarrillo en el cenicero, decidió encender la radio, quizás captaba alguna frecuencia que le indicara qué pasaba en el mundo exterior. Pero tras varios minutos cambiando de dial, no dio con ninguna señal, tan sólo captaba interferencias.

«Sigues pensando en tu puto perro ¿no?, pues ya hay poco que hacer con él, amigo mío, tan sólo cagarlo por tu culo gordo y mal oliente»

Peter Goldsmith estaba en un callejón sin salida, y después del "festín" que acababa de darse, sólo tenía ganas de una cosa. Salir del maldito coche. Como fuese.

La vista empezó a jugarle una mala pasada, los colores se difuminaban, todo se ralentizaba...

 «Golpe sordo»

Estaba cayendo. No tenía muy claro hacia dónde, pero algo sabía; el golpe iba a ser duro.
 ...¡BOOM! 

El cuerpo del señor Goldsmith se sacudió fuertemente, tan sólo un golpe, fuerte, seco.

Claus no paraba de ladrar, le babeaba toda la cara, dejando una fina película transparente y cálida esparcida por todo su rostro.
Poco a poco abrió los ojos..., la luz de la mañana entraba por la ventana de la pequeña habitación.
-¡Peter!

 Silencio.
-¡Vamos Peter!, ¡¿Señor Goldsmith?!- lo llamaba la dulce voz.
Más que la voz de Elisabeth, las babas y los ladridos de
Claus, lo que arrancó a Peter de su trance, fue el olor a pan tostado.

Peter dio una sacudida y rápidamente apartó las sábanas que estaban enredadas en torno a su cuerpo.
Poco a poco se incorporó de la silla frente al escritorio, aturdido miró a su alrededor, todo parecía extraño.
Cómo un sonámbulo, pero consciente de lo que hacía, se calzo las pantuflas y se puso en movimiento.
Abrió la puerta del aseo, ¿aseo?, y bajó por las escaleras de su casa.
Toda la casa permanecía en un silencio extraño, a excepción de un ruido que provenía de la cocina.
Agarrándose fuertemente al pasamanos de la escalera, Peter fue bajando los escalones de uno en uno, cómo si cada escalón que bajara fuese un paso más firme hacia la realidad. Poco a poco su cabeza fue aclarándose, hasta alcanzar las cotas necesaria que le mostraban una realidad sólida, optimista.  "Todo es mentira" le gritaba su cerebro.
Un olor, suave, delicioso. Su estómago empezó a rugir, tenía mucha hambre, y Elisabeth estaba haciendo el desayuno.
La puerta de la cocina estaba cerrada, pero a través del cristal se percibía la silueta de Elisabeth moviéndose con gran soltura por la cocina. Peter bajó los dos últimos escalones de un sólo paso y entonces un fuerte rugido sonó tras la puerta de la cocina, un rugido tan fuerte que las jambas de las puertas temblaron. Los cristales de la puerta se quebraron, a puntos de caer al suelo, pero no, se rompieron lo justo para que la silueta que se adivinaba de Elisabeth pareciera un ser extraño, de forma amorfa.
Peter alzó poco a poco su mano derecha, hacia el pomo redondo de la puerta. Cuando su mano sintió el frío metal en su palma sudorosa se preguntó: ¿Elisabeth? ¿Quién es Elisabeth?

Asustado cómo nunca lo había estado en toda su vida, Peter empezó a girar el pomo. Lo primero que sintió al abrir la puerta fue un olor a podredumbre que le azotó en la nariz. La cocina olía a podrido, a comida en descomposición.

Mientras abría la puerta, su cuerpo empezó a temblar, y su mente a enloquecer. Lo que tenía delante de el no era su cocina, era un salón, pero no el salón de su casa sino el salón de un palacete. Era un salón de lujo, enorme.

Una mesa de unos siete metros aproximadamente presidía la habitación. Las paredes parecían de terciopelo rojo, y el suelo era de parquet, sus pisadas resonaban demasiado fuerte.  Peter Goldsmith se tapó la nariz y empezó a caminar alrededor de la amplia mesa llena de la más fina cubertería.

Justo en el extremo más alejado de la mesa había una silla  negra que presidía la mesa. 

En el lugar presidencial había un plato oculto en una campana que no dejaba ver la cena que encerraba. ¿Cena?, al entrar en  el salón había oscurecido, o eso creía Peter, aunque ahora que se fijaba bien, las paredes no tenían ventanas y era  imposible saber si era de día o de noche. Pero guiándose por su apetito y estómago, parecía ser que era tarde, la hora de cenar.
Peter llego a la única silla que tenía la gran mesa y vio una nota doblada con una tira de tela roja.
Se sentó y acomodándose en el sillón desenrolló la nota. Escrita con caligrafía fina y con pluma, Peter leyó:


Hola Peter, soy Elisabeth, el amor de tu vida.
Tan sólo quería decirte que lo de anoche fue buenísimo, ¡una delicia!

Hoy me he despertado antes que tú, y he querido tener un detalle contigo, sobretodo después del revolcón que me diste  anoche, me dejaste extasiada.
Bueno cielo, espero que te guste la "comidita" que te he dejado en la mesa, te la mereces. ;)

Te quiere, Eli.

Dejó la nota sobre la mesa, y vio cómo su cara se reflejaba más ancha de lo normal en la campana que había en el plato.
Se inclinó y muy lentamente empezó a levantar la campana para ver que manjar encerraba la campana. La campana cayó de su mano produciendo un sonido sordo al caer en la alfombra. Claus yacía hecho trozos en el plato. El cuerpo del perro seguía convulsionándose inexplicablemente.
Las patas pataleaban, la boca gruñía enseñando los dientes con coágulos de sangre seca.
Peter dio un manotazo y tiró el plato lejos de sí, estrellándolo en la pared del frente. Vómito.
Y todo se desvaneció.

 «¡CLAAAK!»

Regresó a la realidad con ese sonido, estaba haciendo aspavientos con las manos, y sin querer había enganchado el tirador de su puerta.
La luz de una luna llena inundó el habitáculo.
La puerta estaba abierta.

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